Por Cinthia Vargas Leiva
“Una joven de 23 años que el último martes había sufrido quemaduras en la mitad de su cuerpo –se presume que durante una pelea con su ex pareja- en el partido de Esteban Echeverría, murió ayer en un hospital de La Plata (…). En tanto, un hombre fue detenido acusado de quemar a su esposa con alcohol delante de sus dos hijos luego de una discusión en la casa que compartían en Wilde (…). Estos casos se suman a otro ocurrido el viernes en Parque Patricios, donde una mujer murió a raíz de las quemaduras que sufrió en un 70% de su cuerpo, durante una pelea que mantuvo con su concubino”.
Diario Tiempo Argentino, domingo 30 de enero de 2011
A pesar de los significativos avances que se han logrado en cuanto a equidad de género y eliminación de la violencia hacia las mujeres durante estas últimas décadas en nuestros países latinoamericanos, este tipo de hechos nos siguen abrumando –y conmoviendo- día a día[2]. Bajo el título de “crímenes pasionales”[3] se esconde un problema que afecta transversalmente a nuestras sociedades y que constituye un fenómeno de larga duración para nuestra historia: la violencia familiar.
Junto al maltrato ejercido hacia niños y ancianos, la violencia conyugal es una de las formas de violencia que se produce en el ámbito de las relaciones familiares, las que están organizadas jerárquicamente por dos ejes principales: el género (esposo/esposa) y la generación (abuelos/padres/hijos)[4]. Estas jerarquías forman relaciones de poder, las cuales pueden derivar en violencia cuando el/la sujeto que se encuentra más abajo en la escala jerárquica no responde a las exigencias de la autoridad. En el caso de la violencia conyugal, ésta es ejercida por uno de los cónyuges hacia el otro (en su mayoría, de hombres hacia mujeres); sin embargo, se hace fundamental ampliar este concepto a todo tipo de relaciones que impliquen una relación de pareja, sea noviazgo, concubinato o matrimonio, puesto que este tipo de violencia se sustenta en la diferenciación de poder que se establece cultural y socialmente entre hombres y mujeres, donde se ellas son subordinadas a ellos.
En ese sentido, es preciso señalar que la familia, en tanto es una institución social, se construye desde los parámetros imperantes, y “no puede permanecer ajena a las relaciones de poder que circulan en la sociedad. Conforma, en su interior, una compleja red de vínculos diferenciados pero que guardan sintonía, posibilitan, reproducen y también transforman las relaciones de poder sociales y políticas”[5]. De esta manera, pese a la diversidad de formas que adquieren de acuerdo a la cultura a la que pertenecen y al contexto en que se encuentran, la familia se constituye como una organización social con un determinante carácter histórico.
Esto es primordial para comprender la violencia en las relaciones familiares, puesto que este tipo de violencia guarda siempre relación directa con el contexto histórico, social y cultural en el que se produce. Tal como lo señala Pilar Calveiro, “es preciso que los sujetos experimenten, acepten, legitimen y reproduzcan la violencia en las relaciones interpersonales y, sobretodo, en sus primeras formas de socialización, para que ésta pueda operar a nivel macrosocial, de manera naturalizada”[6], por lo que “a la idea de que la violencia pública es generadora de prácticas semejantes en el espacio privado, se debe agregar el hecho de que, a su vez, la violencia intrafamiliar es generadora de violencia social y “naturaliza” el recurso de la fuerza y la impunidad”[7]. De esta forma, sostengo que hablar de violencia “intrafamiliar” sería una limitante para comprender el problema social en su total magnitud, ya que plantea la violencia como algo privado, interno a la familia, con lo cual no da cuenta de que este problema se encuentra estrechamente vinculado a su contexto, así como tampoco considera que las relaciones entre la violencia en un nivel microsocial y macrosocial son complementarias entre sí.
Por otra parte, es un error referirse –y comprender- los hechos de violencia familiar (conyugal) como “crímenes pasionales” -como generalmente son llamados los casos expuestos al principio de esta columna-, puesto que la violencia es comprendida desde una concepción simplista e individual, donde los victimarios son sujetos en estado de alteración emocional, llevados por sus impulsos a cometer actos “irracionales”, sin ningún tipo de lógica; interpretación que no considera el contexto histórico-social y cultural en el que se producen este tipo de actos. Porque si así fuese, ¿cuál sería la explicación a que la violencia familiar constituye – y ha constituido desde hace siglos- un problema que afecta a todas las sociedades, independiente de clase social y/o cultura? ¿Por qué los tres casos señalados tienen tantas características similares, donde la violencia es ejercida hacia la pareja, desde el hombre hacia la mujer, y lamentablemente, utilizando la misma forma de violencia? Es aquí donde debemos cambiar nuestro enfoque y considerar que nuestra comprensión de la violencia debe ir más allá del simple acto; debe atender a las pautas culturales que sostienen y legitiman estas conductas, y que permiten su producción y reproducción[8], especialmente si queremos tratar de erradicar este problema de nuestras sociedades.
De esta forma, lo que nos queda es tratar de eliminar todas las formas de violencia de nuestras relaciones sociales, es decir, dejar de legitimar la violencia como una forma válida de resolución de los conflictos. Mientras sigamos aceptando –activa o pasivamente- el uso de la fuerza frente al diálogo, a la participación ciudadana, al derecho a opinar y pensar; mientras se siga validando la violencia para imponer una postura política, o bien, para hacer que una persona piense y haga lo que se desea de ella… mientras la violencia siga siendo la herramienta de dominación más utilizada, será difícil que podamos avanzar en el desarrollo de una sociedad mejor. Por esta razón se hace imperativo trabajar por la democratización de nuestras relaciones sociales, por el respeto de todas las personas a ser valoradas y escuchadas de igual manera, en su calidad de seres humanos.
Por lo mismo, es un deber de todos y todas comenzar a trabajar desde lo cotidiano para eliminar todas las formas de discriminación hacia las mujeres, todas esas formas de violencia en el lenguaje, en la desvalorización de su trabajo y tantas otras que pueden, potencialmente, derivar en actos de femicidio, con el fin de terminar con estas prácticas tan terribles e injustas que vienen produciéndose desde hace siglos y que, lamentablemente, aún nos siguen afectando. La violencia de género y la violencia familiar son problemas sociales que nos afectan a todos y todas como sociedad y, por lo mismo, todos y todas tenemos la responsabilidad de trabajar por eliminarlas de nuestras prácticas.
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[1] Columna publicada originalmente en la página web de la Corporación Chilena de Estudios Históricos:
Texto basado en mi tesis de Licenciatura en Historia: “La ropa sucia ya no se lava en casa”. Transformaciones culturales en torno a la Violencia Familiar: Familias de la Población La Bandera, Santiago 1973 – 1995. Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile. Enero 2009.
[2] De acuerdo a los informes de femicidios realizados por la organización La Casa del Encuentro se contabilizaron que, de las 260 mujeres y niñas que fueron asesinadas en 2010, 11 de ellas fueron incineradas, lo cual se traduce en un incremento del 10% respecto al 2009. “Femicidios de mujeres quemadas se incrementaron 10% en 2010”. Diario El Comercial
[3] Jimeno, Myriam. “Cuerpo personal y cuerpo político. Violencia, cultura y ciudadanía neoliberal”. En Grimson, Alejandro et al. Cultura y Neoliberalismo. CLACSO Libros, Buenos Aires, 2007.
[4] Calveiro, Pilar. Familia y poder. Libros de la Araucaria, Buenos Aires, 2005. p. 31.
[5] Ibíd. p. 30
[6] Ibíd. p. 38
[7] Ibíd. p. 39
[8] Como lo sostiene Jimeno, “la violencia, como acción intencional de causar daño a otro, no puede entenderse como el producto de estados de alteración emocional, sino que en su empleo inciden, inseparablemente, sentimientos y creencias, percepciones y valores de origen histórico-cultural. Y que en el uso de la violencia entran en juego jerarquías sociales, para afirmarse o ponerse en cuestión” Jimeno, M. Op. Cit. p. 208
Referencias
- Calveiro, Pilar. Familia y poder. Libros de la Araucaria, Buenos Aires, 2005.
- Jimeno, Myriam. “Cuerpo personal y cuerpo político. Violencia, cultura y ciudadanía neoliberal”. En Grimson, Alejandro et al. Cultura y Neoliberalismo. CLACSO Libros, Buenos Aires, 2007.
- Vargas, Cinthia. Tesis para optar al grado de Licenciada en Historia: “La ropa sucia ya no se lava en casa”. Transformaciones culturales en torno a la Violencia Familiar: Familias de la Población La Bandera, Santiago 1973 – 1995”. Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile. Enero 2009.
- Femicidios de mujeres quemadas se incrementaron 10% en 2010. Diario El Comercial:
http://www.elcomercial.com.ar/index.php?option=com_telam&view=deauno&idnota=20574&Itemid=116 [Revisado 29/01/2011]
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